NADA DE ARTE






El Medellín del Pintor
por Iván Hernández

Fredy Serna vive en la comuna noroccidental de Medellín. Nació en el barrio Pedregal, en la casa de tres pisos que en esa época era de uno. Allí viven hoy Fredy, su papá, su mamá, sus hermanos, sus sobrinos, a veces sus primos, sus cuñados. Fredy estudió en la escuela del barrio, creció en sus calles, donde aprendió todo lo bueno y todo lo malo que sabe. 

Los turistas que visitaban Medellín hace años se impresionaban seguramente con las montañas que rodean la ciudad, con el valle verde, apacible y soleado, el río que lo atraviesa de sur a norte, las cuatro o cinco quebradas que descienden de las montañas sin aspavientos, el clima, al que un cronista santandereano llamó el sin clima de Medellín, la afabilidad de sus gentes; hoy algunos de esos atractivos han dejado de ser: el río está canalizado, lo que era el valle verde es ahora una colmena de ladrillo y cemento, y la ciudad se disputa, con muy buenas razones, el honor de ser una de las más violentas del mundo. 
Pero quizá lo que más llama la atención a propios y extraños es la forma como han ido poblándose las montañas que la rodean. Hasta hace sólo unos años nadie habría imaginado que el aviso de neón de Coltejer, situado en la parte alta de la ladera nororiental, llegara a perderse en medio de la maraña de luces y casas. Tampoco que el cerro El Picacho, antaño mirador distante y solitario, se viera parcelado, convertido en lotes y casas, y que para algunas de ellas la cima, agreste e inaccesible, llegaría a constituir algo así como el solar.
En una de esas casas, a pocas cuadras, apenas a centenares de metros, está la casa en la que Fredy vive; sobre todo, la casa desde donde el pintor mira. 
Hacia el otro lado, hacia el sur, la ciudad crece, sigue creciendo ordenada y monótona. Enormes edificios le roban terreno a la montaña, las urbanizaciones de nombres extranjeros se suceden unas a otras; y en ellas, dentro de ellas, los niños ricos juegan protegidos por mallas de acero, alarmas, circuitos cerrados, guarda espaldas, rotweilers.  La ciudad de este lado no mira a su vecina, de la cual está separada por una montaña, la Asomadera. 
Sólo en diciembre, cuando los habitantes de la comuna rica (pues a pesar de que ellos no lo saben también son comuna) viajan a la costa por tierra, se asombran de ver cómo la ciudad se trepa por la montaña. Aunque se esfuerzan, algunas de las casas no se ven, pues la nube que las arropa en la noche aún no se eleva. En enero, de vuelta de la costa, por la noche, se admiran de que los barrios de las comunas pobres tengan luz eléctrica. Esa noche, y por unas cuantas noches más de esa semana, pensarán en las comunas pobres y se preguntarán cómo viven sus gentes. Después se olvidarán, tratarán de olvidarse. 
Vistas desde el valle, las comunas del norte son inmensas manchas rojas de ladrillo, con algunos parches verdes y enormes incisiones que las atraviesan en sentido vertical. Allí, un millón de personas se ganan la vida, la apuestan, la pierden. Los barrios que las conforman (la comuna nació hace cincuenta años y sus habitantes son de origen estrictamente campe sino) han ida organizándose; los más bajos tiene ser vicios públicos, y a pesar de que fueron construidos sin orden, debido quizás a la procedencia común de sus pobladores, a la pobreza, de nominador común, o al hecho de que no está entre las necesidades de los pobladores diferenciarse unos de otros, su arquitectura, su trazado, su aspecto es homogéneo y tiene un estilo. 
La familia de Fredy llegó a Medellín hace algo más de treinta años; venía del municipio de Alejandría, región agreste, asombrosamente rica en aguas, en paisaje. La casa, como las otras del barrio, fue construida con ayuda de los vecinos. Al principio sólo la planta baja, con piso de tierra y plancha de cemento; luego, con los años, vinieron las baldosas, la sala, el segundo piso, más habitaciones, otra plancha. En esta última están la huerta, la máquina de moler, las cuerdas para colgar la ropa, y en uno de los costados la habitación y el estudio del pintor. La construyó él mismo hace unos años, una mansarda desde la cual mira la comuna nororiental de mañana, de tarde, de noche, al amanecer. Él ha mirado ese paisaje que se ve desde su casa a todas horas, todos los días del mes y todos los meses del año. 
Fredy trabaja apenas por épocas, como si atendiera una llamada del espíritu, una racha de inspiración. Cuando no pinta, vive en el barrio, bebe, conversa con sus amigos, con sus amigas, pierde el tiempo en las esquinas, que conoce de memoria. Durante  esas temporadas de ocio, de vagancia, habla con orgullo del barrio, de las bandas de rock, de los semilleros de pintura y de danza, del periódico Comun@, de las milicias, la prostitución, los sicarios, las salas comunales de cine, las bibliotecas, las iglesias protestantes. 
Aunque siente que de algún modo es ya un líder  del barrio, prefiere no pensar en eso, no creérselo. No reclama para él nada distinto a lo que pueden tener sus vecinos, sus amigos: lo necesario para vivir, para beber, para comprar los lienzos, los materiales con los que elabora los acrílicos que sigue vendiendo como forma de financiarse. Por momentos se le atraviesa por la cabeza la idea de abandonar el barrio y alquilar un estudio en uno más tranquilo de la ciudad, pero siempre la ha desechado como si se tratara  de un mal pensamiento: el silencio, el orden, la asepsia, quizás hagan su vida más apacible, pero él siente que sin el ruido, el olor a fritanga, la música, los gritos de los niños que juegan en las calles, sin las muchachas de piernas atléticas, en fin, sin su barrio, la savia de la que su pintura se alimenta dejará de - correr. (...)  

Tomado del Suplemento Dominical de El Tiempo, 19 de enero de 2002



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